martes, 7 de junio de 2011

Martes de la 7ª semana de Pascua.

Hch 20, 17-27; Salm 67, 10-21; Juan 17, 1-11a

El corazón del hombre anhela la vida feliz. Y cuando intentamos satisfacer esa felicidad con las cosas temporales nos mundanizamos y, entonces, la vida se nos hace aún más pesada.

A san Pablo su encuentro con el Señor le supuso un cambio radical. Ninguna contrariedad ni sufrimiento podían quitarle la alegría de su vida. Cada instante estaba lleno de la intensidad de su relación con el Señor.

También afirma “pero a mí no me importa la vida”. Hay personas a las que la existencia se les hace tan cuesta arriba que preferirían morir. No es ese el sentido de la afirmación paulina. No le importa la vida, mantenerla, porque ya ha encontrado su sentido: vivir para el Señor. Por eso se pone totalmente en manos del Espíritu Santo. Va hacia Jerusalén y se le anuncia el sufrimiento. Si en su frase san Pablo quisiera decir que prefiere la muerte, huiría de las “cárceles y luchas” que le esperan. Porque sólo quieren la muerte quienes no soportan el sufrimiento de este mundo.

Por eso san Pablo no está aferrado a la vida de este mundo. Ha conocido ya la vida eterna al conocer al Señor y anticipa en este mundo la eternidad que le es prometida. Sabe que la felicidad del cielo es mucho más grande que cualquier gozo terreno, pero también experimenta que vivir para el Señor es lo único que llena plenamente nuestros días en la tierra.

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