lunes, 9 de mayo de 2011

Ser cristiano no es solo un premio de vida eterna

El otro día en una conversación me dijeron que la farsa del cristianismo es prometer una cosa que será después de la muerte para tranquilizar al hombre con una mentira que le hace sentirse bien.

Jesús dice que la voluntad del Padre es que todo el que cree en el Hijo tenga vida eterna. Si esa vida eterna fuera algo sólo posible después de la muerte no tendría sentido un sacramento como el de la Eucaristía. Tampoco el bautismo.

Los que que quieren ser bautizados, piden ser iniciados en la fe. En el ritual se les pregunta: ¿Qué pides a la Iglesia? Y ellos responden: la fe. Después, continúa el interrogatorio, se les dice: ¿Qué te da la fe?, y contestan: la vida eterna.

Esa vida eterna, que piden a la Iglesia, les es infundida ya en el bautismo porque, principalmente consiste en la participación en la vida del que es Eterno, que es Jesucristo. Esa eternidad se nos da ya ahora. Seguirá después de la muerte y de otra manera, pero ya ahora participamos en ella.

Una de las características del cristianismo es la profunda coherencia de su doctrina. Tanto que todo el edificio del dogma está interrelacionado con tal armonía que es de una considerable belleza. Por eso no entiendo a quienes toman una parte o  asumen la casi totalidad pero suprimen lo que no les gustan. Todo el catolicismo es armónico y por eso necesita del equilibrio, solo desde esa perspectiva global encajan las piezas.

Dentro de esa coherencia, si en la comunión recibimos verdaderamente a Jesucristo, entonces la vida que Él nos comunica es la suya, no otra porque lo recibimos a Él. Y Él es eterno porque es Dios. Por tanto, en la comunión se nos comunica la eternidad del que es Eterno.

Ciertamente ahora no la gozamos en toda su plenitud, pero ya nos es comunicada. Por eso decimos que nos da gracia o que la Trinidad inhabita en el alma del justo. Tampoco tendría sentido afirmar que nos incorporamos a Cristo si no nos unimos vitalmente a Él. La plenitud de esa vida, que se da germinalmente y es susceptible de crecimiento (de ahí la importancia de cultivar la vida interior), se dará con la resurrección de la carne, consecuencia de la resurrección de Jesucristo.

El testimonio de que esto es así lo encontramos en la vida de la Iglesia. Estos días también escuchamos el relato de los Hechos de los Apóstoles. Concretamente ahora estamos leyendo el martirio de Esteban y la persecución sufrida por los primeros cristianos. ¿Si no vivieran de algo más alto podríamos entender su fortaleza y su fecundidad apostólica? La respuesta, sencillamente, es no. Las acciones son consecuencia de la vida, y en el caso de la Iglesia es la de un pueblo unido a su cabeza, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

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