Hch 2, 42-47, Sal 117, 1 Pedro 1, 3-9, Jn 20, 19-31
Maltrátame que te perdono
Muchos salmos se refieren a la esperanza, o a la alegría, a la confianza en Dios, al abandono en sus manos, el salmo de hoy tiene esta característica: “diga la casa de Israel: eterna es su misericordia”. No hay nada que llene de más esperanza al pecador que saber que la misericordia de Dios es eterna.
Cuidado, lo que está en juego es la vida eterna: “Dios es tan bueno que aunque yo no sea muy bueno, 'como es eterna su misericordia', Él me perdonará y, al final me salvará. Este pensamiento, es muy peligroso, porque aun con apariencia de verdad, lleva dentro un engaño.
Pero independiente de las justificaciones que queramos buscar, hace falta ser un poquito…, (ya se entienden los puntos suspensivos), para tener tan cerca alguien que nos quiere tanto, que lo podemos pisotear, ofender, despreciar, profanar, por el simple motivo de que nos perdona, entonces pienso yo; ¿si no nos perdonara, lo querríamos más?, amigos como tu no los quiero yo y por desgracias eso mismo lo hacemos con las personas, no hace falta irse muy lejos, mirad como responden los hijos a los padres y nadie los corrige, pobrecito es que sus padres lo quieren mucho y por eso se lo perdonan.
La Misericordia de Dios es eterna para con sus hijos, que somos nosotros, mientras estamos en esta vida. Luego, el juicio tiene que ser, justo, porque si no, aunque parezca una perogrullada, sería “injusto”.
Otra vez más, gracias Señor, porque no nos pagas según nos merecemos.
“¿Por qué lloras?”, dos veces se le pregunta a María Magdalena, preciosa la fortaleza de esta mujer que no se queda en la desolación, en la tristeza, en la desesperanza sino que pone todos los medios para superar ese momento de desconcierto: “dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Entonces el Señor le llama por su nombre y María reconoce el Señor resucitado.
La cuaresma encuentra su culminación en el Triduo Pascual, en particular en la Vigilia Pascual: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
La Misa del Jueves Santo es una celebración entrañable en la que nos podemos sentir como si fuéramos uno de los apóstoles que, presididos por Jesús, participó en la cena de despedida, coincidiendo con la cena pascual que hacían todos los judíos. Aquella última cena de Jesús con sus discípulos contenía toda la densidad de una despedida para ir a la muerte, y todo el mensaje de la institución de un memorial, que quedará por siempre presente en la vida de los seguidores de Jesús: Haced esto en memoria mía, les dijo.
“¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?” El modo de actuar de Judas, es el de estar arrebatado por sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a aquel que sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha dejado dominar por la codicia. Se ha convertido en esclavo de sus pasiones, dejando a un lado la verdad, para caer en la mentira de lo aparente y superficial… hasta el punto de llevar a su “amigo” a la traición y la muerte.
El sábado 9 de abril, en la enfermería de la Compañía de Jesús en la capital malacitana (municipio de El Palo, en el Colegio de San Estanislao de Koska), falleció Cándido Pozo Sánchez, sacerdote, jesuita, escritor y destacado teólogo. El 3 de diciembre cumplió 85 años. Pertenecía a la Compañía de Jesús desde 1943 y era sacerdote desde 1952. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional durante 17 años y siempre sobresalió por su ortodoxia y claridad. 
El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».